La Acrópolis de Atenas

“Yo que soy ateniense pienso que una ciudad fundada en este emplazamiento podría considerarse depositaria de todas las virtudes que se exigen a una ciudad ideal.” escribió Platón.

Cualquier estrategia de la antigüedad habría compartido esta misma opinión, ya que la Acrópolis era una roca inexpugnable, saneada por el sol y por los limpios aires del Mediterráneo.

Un camino amurallado, que conducía hasta los puertos de Faleron y Pireo, garantizaba el aprovisionamiento de la ciudad; sobre todo en una época en que la marina ateniense dominaba el Egeo.

Ese fue siempre el orgullo de Atenas, la ciudad más segura del mundo, fundada en una colina cubierta de bosques que en el curso de los años se fue deforestando hasta quedar convertida en un “esqueleto descarnado”.

Durante muchos siglos, desde que los legendarios pelasgos se establecieron en las rocas de la Acrópolis, ningún pueblo extranjero pudo invadir este recinto sagrado que fue la cuna de la civilización europea.



Y ese paisaje luminoso y alegre, que se refleja en la paleta multicolor del Golfo de Egina, estimuló la amable sensualidad de la cultura ateniense: una ciudad vestida de marfil y oro, dominada por un cielo azul que esculpe y perfila las formas serenas del mármol pentélico, que descarna las rocas blanqueadas de las colinas, que revela los misterios ocultos de los sufrientes olivos.

Una vieja leyenda cuenta cómo Atenea tomó posesión de la Acrópolis, venciendo a Poseidón. El dios de los mares hizo una pretenciosa demostración de su fuerza, arrojando su tridente sobre la roca.

Y al momento, brotó en la Acrópolis una fuente de agua amarga. Los guerreros que asistían al milagro levantaron sus lanzas entusiasmados, comprendiendo que Poseidón había predestinado a los atenienses para convertirse en dueños de los mares.

Y el dios del océano, para demostrar su poderío, creó allí mismo el caballo: el arma más poderosa del tiempo antiguo, fuerte como una docena de hombres, rápida y ágil como el rayo olímpico, resistente como una fortaleza, amedrentadora como una mascara de guerra.

Pero la Acrópolis, aún dañada y maltratada por las ofensas de la historia, sobrevivió a todas las riadas del tiempo.

Quizás su destino sea el de aparecer, como la sabiduría de Atenea, más profunda y más bella en la vejez, misteriosa en su oscuridad como la lechuza en los olivares, dorada por el tiempo que derramó en sus mármoles ofrendas de leche y miel, rodeada por el fuego que dejó sus garras en la piedra del Partenón dibujando misteriosas oraciones a la virgen fría que desapareció tibia de sol, negra de humo en las celosas manos de Hefaistos.



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