La ruptura del reino de Israel en los tiempos bíblicos

Pese a todas las circunstancias favorables que rodearon el reinado de Salomón, fue precisamente entonces cuando la unidad del reino comenzó a resquebrajarse. Por uno y otro lado del país surgían votes de protesta por los abusos de autoridad, los malos tratos infligidos a la clase trabajadora y el agravamiento de los tributos destinados a cubrir los gastos que originaban las grandes construcciones. Todo ello, fomentando actitudes de descontento y rebeldía, fue causa de que resurgieran antiguas rivalidades entre las tribus del norte y del sur.

Los problemas llegaron al extremo cuando, muerto Salomón, ocupó el trono su hijo Roboam (1 R 12.1-24). Falto de la sensatez de su padre, Roboam provocó con imprudentes actitudes personales la ruptura del reino: por una parte, la tribu de Judá, que siguió fiel a Roboam y mantuvo la capital en Jerusalén; por otra, las tribus del norte, que proclamaron rey a Jeroboam, antiguo funcionario de la corte de Salomón. Desde ese momento, la división de la nación en reino del norte y reino del sur se hizo inevitable.


Judá, siempre regida por un miembro de la dinastía davídica, subsistió por más de trescientos años, aunque su independencia nacional sufrió importantes oscilaciones desde que, a finales del s. VIII a.C., Asiria la sometió a un duro vasallaje. Aquel antiguo imperio dominó a Palestina hasta que medos y caldeos, cerca ya del s. VI a.C., lo borraron del panorama de la historia (Nah 1-3).

Entonces en Judá, donde reinaba Josías, renacieron las esperanzas de recuperar la perdida independencia; pero tras la batalla de Meguido (609 a.C.), con la derrota de Judá y la muerte de Josías (2 Cr 35.20-24), el reino entró en una rápida decadencia, que terminó con la destrucción de Jerusalén en el 586 a.C. El Templo, y toda la capital fueron arrasados, un número importante de sus habitantes fue llevado al destierro y la dinastía davídica tocó a su fin (2 R 25.1-21). Al parecer, la pérdida de la independencia de Judá supuso su incorporación a la provincia babilónica de Samaria; pero, además, el país había quedado arruinado, primero por la devastación que causaron los invasores, y luego por los saqueos a que lo sometieron sus pueblos vecinos, Edom (Abd 11), Amón y otros (Ez 25.1-4).

El reino del norte, Israel, nunca llegó a gozar de una situación políticamente estable. Su capital cambió de lugar en diversas ocasiones, antes de quedar finalmente instalada en la ciudad de Samaria (1 R 16.24), y cuantos intentos se hicieron para constituir dinastías duraderas terminaron en fracaso, a menudo de modo violento (Os 8.4). La aniquilación del reino del norte bajo la dominación asiria ocurrió gradualmente: primero fue la imposición de un grave tributo (2 R 15.19-20); luego, la toma de algunas poblaciones y la consiguiente reducción de las fronteras del reino, y por último la destrucción de Samaria, el exilio de una parte de la población y la instalación de un gobierno extranjero en el país conquistado.

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