Israel durante el periodo helenístico

El dominio persa en el Medio Oriente tocó a su fin cuando el ejército de Darío III sucumbió en Isos (333 a.C.) ante las fuerzas de Alejandro Magno (356-323). Allí comenzó la hegemonía del helenismo, que se mantuvo hasta el 63 a.C. y que entre sus logros contó con el establecimiento de importantes vínculos entre Oriente y Occidente.

Pero las rivalidades surgidas entre los sucesores de Alejandro (los Diádocos) impidieron el establecimiento de una eficaz unidad política en los territorios que el había conquistado. De tales divisiones se derivó, con referencia a Palestina, el que fuera dominada primero por los tolomeos (o Iágidas) de Egipto, y después por los seléucidas de Siria, dos de las dinastías fundadas por los generales sucesores de Alejandro.

Durante la época helenística se extendió considerablemente el uso del griego, y muchos judíos residentes en la “diáspora” (o “dispersión”) se habituaron a utilizarlo como lengua propia. Llegó un momento en que se hizo necesario traducir la Biblia hebrea para atender a las necesidades religiosas de las colonias judías de habla griega. Esta traducción, llamada Septuaginta o Versión de los Setenta (LXX), fue realizada aproximadamente entre los años 250 y 150 a.C.

Durante el reinado del seléucida Antíoco IV Epifanes (175-163 a.C.), se produjo en Palestina un intento de helenización del pueblo judío, que causó entre sus miembros una grave disensión. Muchos adoptaron abiertamente costumbres propias de la cultura griega, reñidas con las prácticas judías tradicionales, mientras que otros se aferraron con tenaz fanatismo a la ley mosaica. La tensión entre ellos fue creciendo hasta desembocar en la rebelión de los macabeos.

Esta rebelión se desencadenó cuando un anciano sacerdote llamado Matatías y sus cinco hijos organizaron la lucha contra el ejército sirio. A la muerte de Matatías, Judas, su tercer hijo, quedó al frente de la resistencia y, encabezando a los suyos, reconquistó el templo de Jerusalén, que había sido profanado por los sirios, y procedió a purificarlo y dedicarlo. La Hannuká o fiesta de la Dedicación (Jn 10.22) conmemora este hecho. Convertido en héroe nacional, Judas fue el primero en recibir el sobrenombre de “macabeo” (probablemente, “martillo”), que luego fue dado también a sus hermanos.

Después de muerto Simón, el último de los macabeos, la sucesión recayó en su hijo Juan Hircano I (134-104 a.C.), con quien dio comienzo la dinastía asmonea. Todavía vivió Judea algunos días de esplendor, pero, en general, durante el gobierno de los asmoneos se deterioró progresivamente la estabilidad política. Más tarde entró en juego el imperio romano y, en el año 63 a.C., el general Pompeyo conquistó Jerusalén y la anexó, con toda Palestina, a la que ya era oficialmente provincia de Siria. A partir de ese momento, la propia vida religiosa judía quedó hipotecada, dirigida aparentemente por el sumo sacerdote en ejercicio, pero sometida en última instancia a la autoridad imperial.

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